He perdido mi empleo. Después de veinte años trabajando en la misma empresa me han despedido. Un despido fulminante. Y todo por un momento de ofuscación, sí, ofus-ca-ción, ésta es la palabra exacta, la palabra que pronuncié ante el director general. Pero fue inútil. Ella chilló, gritó como una histérica. Todo lo eché a perder en unos segundos, la estima de mis compañeros, la consideración de mis jefes. Veinte años de puntualidad y eficacia echados por la borda. ¿Han sido injustos conmigo? Algunos aseguran que sí, que debería ir a los tribunales, que la razón está de mi parte… Pero si voy a los tribunales, los periodistas podrán enterarse de todo y publicarlo. Y aunque pusieran —que no lo harían, estoy seguro— solamente mis iniciales, mi mujer y mis hijos terminarían por enterarse. Quizás, si el juicio se celebrara a puerta cerrada…
Pero seguro que se oiría todo desde fuera. Porque a ella, a la muchacha, le dirían que lo contara todo. Y lo contaría, y chillaría nuevamente. Porque chilló muchísimo. Esa muchacha tiene un grito agudo, penetrante, me consta. Logró que acudiera todo el personal. Ella estaba en el servicio, en los servicios de mujeres, y yo en el de hombres. ¿Qué me impulsó a subirme encima de la taza del inodoro y mirar por la cristalera, al otro lado? No sabría explicarlo jamás… Era la primera vez que lo hacía. Y ella chilló, chilló mientras trataba de bajarse la falda cuando descubrió mis narices aplastadas en el cristal. No sucedió nada más, doctor, se lo juro. ¿Cómo me ganaré la vida de ahora en adelante? No tengo valor para permanecer en una esquina, con el brazo extendido y la mano abierta, solicitando una limosna.