El último ejemplar de Aprenda a controlar su ira reposaba sobre el expositor. El hombre de la mirada iracunda estaba, más o menos, a la misma distancia del libro que yo. Nada más verle avanzar en dirección al expositor, comprendí la magnitud de su insensatez. Lo supe de inmediato: sólo uno de los dos podía salir vivo de allí.