Yo lo había conocido al piano, una tarde grata, de cerca, en la penumbra gris y dulce del crepúsculo de primavera, en su salón. Me había parecido dulce, bueno, sencillo, vibrante el corazón de la música de su piano, entre sus hijos, su mujer y sus flores.
Luego, el otro día, en su despacho, de lejos, entrando yo por la puerta distante del banco grande, me pareció que lo había equivocado con otro. Estaba más enjuto, más oscuro, recortado, sequiduro entre ropas y hules, y unos ojillos de pimienta, que en nada se parecían a los azules del día antes, me miraban, acercándose, como con desagrado.
Llegando a un punto de la estancia, como en esos cambios de los árboles cuando nos acercamos a ellos, como si hubiera un escamoteo teatral, el hombre de hoy, el del escritorio, se transformaba otra vez, en el hombre de ayer, el del piano, y la sonrisa grande y blanda sucedía al mirar pequeño, duro y desagradable.
Debió notar mi confusión, y le dije lo que era: «Al pronto no lo había conocido a usted. Me parecía usted otro».