Un señor con barba gris se ha sentado a mi lado. Es el único que no lleva corbata y maletín en este tren de alta velocidad. No sé por qué, me da por imaginar que es un científico que ha inventado el radiocontrol de voluntades ajenas. O un adivino que está leyendo mis pensamientos. O peor aún: un asesino cuyas víctimas son jóvenes incautas que viajan solas como yo. Mi corazón se acelera y cojo el bolso para cambiarme de asiento. «¿Adónde vas, hija?», me frena agarrándome de la mano. «Ya verás qué bien estarás en la clínica junto al mar». Y sus ojos se llenan de lágrimas. Viejo idiota. En la próxima parada saltaré al andén.