«… Y efectivamente, le cortaré la cabeza, señoras y señores».
El prestidigitador hizo una reverencia y el público estalló en carcajadas.
Salió un niño a la arena. Posiblemente el más feo, el peor vestido, el más desamparado de todos los niños que asistían a la función del circo.
El prestidigitador enseñaba la dentadura alrededor de la pista y el niño sostenía una sonrisa casi inmóvil, moviendo la cabeza, levemente inclinada. El prestidigitador le cogió por los cabellos, con la mano izquierda y con la derecha alzó un cuchillo.
—¡Qué horror!
La exclamación solitaria era enérgica y sincera, pero las carcajadas la borraron sin transición.
—Señoras y señores, esto es sumamente sencillo. Ustedes creerán ver lo que no vean…, mi habilidad es mucha, no en balde mi abuelo era verdugo, mi padre…, los tambores… maestros.
Comenzó el redoble, el prestidigitador dio un tajo y la cabeza del niño rodó por el suelo. La recogió en una espuerta y con la otra mano arrastró el cuerpo hacia el interior.
El público se sintió horrorizado durante unos instantes, pero después estalló en una ovación y en una salva de aplausos, mientras unos peones cubrían de arena el reguero de sangre que salía del cuello cercenado.