Recuerdo cuando iba a parir en domingo. Mis tías y mi suegra me llevaron a la sala de urgencias del Seguro Social. Estando ahí recapacité y pedí que me llevaran a una clínica privada, pero ya tenía puesta la bata, y mis datos ingresados. Éramos las únicas. Los asientos blancos fijos al piso marcaban el perímetro de la sala, todos de espaldas hacia los ventanales sin cortina, que me mostraban una ciudad nublada y quieta. Ni un auto, ni un perro en la calle, ni otra puerta abierta además del hospital.
La jefa de enfermeras, una mujer pálida, obesa y de labios delgados me miró con fastidio y exclamó sin disimular: «¡Es domingo, hay partido de futbol!». Vino hasta donde yo estaba y sin dirigirse a mí ni una vez ordenó que me prepararan para cesárea. Se apartó. La morena novata de recepción me dijo en confidencia: «¡Uf, los domingos no esperan por ningún parto, a todas las abren y las sacan rapidito!».
Yo me exalté y les decía que sólo necesitaba un poco más de tiempo, ¡que me dieran tiempo! Y me descalcé y empecé a caminar al rededor de una mesita de centro rectangular, con mi gigante barriga embatada. El corazón me latía rápido y yo apuraba el paso. La morena me veía con compasión, «¿No sientes contracciones? ¿Quieres una inyección para provocarlas?» Y yo le volteaba el rostro y apuraba más el paso repudiando los fármacos. «¡Quiero una partera! ¡Consíganme una partera!» Pero las parientes que venían conmigo me miraban condescendientemente sin mover ni una ceja.
Nadie toma en serio a una parturienta primeriza, más que su hombre. Pero el mío no estaba ahí para defenderme y hacer cumplir mi voluntad. ¡Él hubiera derrumbado el hospital con una mirada de puños apretados! Me concentré en mi bebé y le pedí que naciera, caminaba más lento con ojos cerrados visualizando mi cuerpo flotar dentro del agua. De repente, me entró un terror indescriptible a sentir los dolores, pero también a la anestesia que te inyectan en la médula espinal, ¡y al bisturí! Tuve un ataque de pánico…
Entonces desperté amedrentada y palpé mi vientre plano y vacío. El sol estaba alto como todos los domingos cuando nos levantamos tan tarde, ordenamos un almuerzo a domicilio, vemos películas y cogemos sin tregua hasta que nos vuelve a dar hambre. Luego anochece y tardo mucho en conciliar el sueño, y me duermo pensando que aquello no puede ser todo en la vida.