Una señora, moza, soltera y de no mal talle, recibió en su servicio, haciendo profesión de doncella recogida, a una beata devota muy mirlada. Sucedió que una mañana salió un galán del aposento de la dama algo más tarde que solía, a medio vestir, alborotado. Viólo, al salir, la beata, y la señora advirtiólo, de que tomó tanta pena, que, llamándola, le dio mil excusas, y le pidió con encarecimiento que no descubriese a nadie su flaqueza, que ella se enmendaría. La beata le respondió, compadecida:
—El alma esté bien con Dios, señora mía, que es lo que hace al caso, que el cuerpo no va ni viene que haga de las suyas.