El experimentado expedicionario permanece sentado en las escaleras que dan al camino que llevará al bosque, mientras le dice a su joven amigo recién llegado de Londres:
—Si presionas el dedo pulgar contra el pecho de un muñeco, puedes sentir los latidos del corazón y llegar a pensar que aquello que sostienes entre tus manos es en realidad un ser vivo. Pero se trata tan solo de un engaño. De una falsa sensación de vida. Porque el latido es el de tu propio corazón, y el muñeco, por mucho que te mire con sus ojitos brillantes y negros, jamás podrá verte.—El experimentado expedicionario mira a su joven amigo, y añade con una sonrisa no muy amplia—: Pues bien… Ese es el engaño al que se somete voluntariamente el explorador. Su desafío a su propia sensatez. Creer que todo lo inanimado que le rodea está dotado de vida. Un barco, estas botas, aquel rifle… Creer que incluso la espesura advierte su presencia y se apiada de él. De otra forma no podrá continuar y se refugiará entre las protectoras paredes de su cálido hogar, espeluznado ante la insalvable soledad del viajero.