Por fin ha nacido la criatura. Ese ser de menos de tres kilos la tiraniza. No comprende su afán de fruncir la cara morada para destaparse la nariz. La maneja con el llanto, el sueño cambiado y los cólicos intestinales. El odio y el miedo, sus dos grandes compañeros, la invaden, la marean. Creía que, expulsándolo, mermarían la angustia y el peso entre las piernas. Cambió por el ardor del tajo recosido, los entuertos y la casi muerte, con las piernas colgadas como cristos. Y ahora él, ahí, para siempre, metido en su intimidad y a su merced. Demasiado. Los dos, atados al mundo por casualidad y expulsados por el ogro del palacio. Solos de toda soledad. Con ese desamor cuando se miran. Le pasa un dedo por el cráneo lampiño, aún abierto.