Don Sebastián dejó la adobería y se dedicó de lleno a los muñecos de papel amasado con agua de yeso. Porque yo siempre quise ser artista y así me parece que lo estoy logrando. Y tuvo éxito en las competencias y en las ferias de artesanía, y pronto resultaron llegando muchos forasteros al pueblo para comprarle algún muñeco suyo. Pero la mala suerte no se hizo esperar, y pienso que tal vez hubiese sido mejor quedarme representando personas de mi pensamiento en lugar de gente de carne y hueso: y primero fue la coja Manuela, quien se murió al poco tiempo de cólico miserere, y después la pobre doña Emilia, que se quebró varios huesos cayéndose en un pozo, y luego los hermanos Chanduví, el mayor y el último, a quienes los mató la bubónica. Y me culparon no sólo de ésas sino también de otras desgracias. Y casi todo el pueblo fue hasta su puerta para gritarle: si dices que son puras casualidades y tus muñecos no son de mal agüero, por qué no la representas a tu mujer y por qué no te representas a ti mismo. Y don Sebastián no se amedrentó y salió a responderles: ya están grandes para creer en zonceras, y mañana mismo les mostraré mi figura y la figura de mi mujer en cuerpo entero. Y ellos se fueron: y mañana volvemos. Y don Sebastián amasó una buena cantidad de papel con agua de yeso y la puso sobre la mesa de trabajo para moldearla e hizo dos montones y le dijo a su mujer: uno para que sea yo y el otro para que seas tú. Y cuando ya estaban hechos los cuerpos y les iba a moldear las caras, se quedó pensando largo rato y movió la cabeza de uno a otro lado varias veces y aplastó los dos cuerpos contra la mesa porque ¿y si la cojudez resulta ser cierta? Y le dijo a su mujer: mejor envolvamos nuestras cosas. Y, aprovechando la noche, se fueron del pueblo para no volver.