El Hospital General es gris por dentro y por fuera. Opalescencias; brillos de quirófano a veces. Relámpagos diagonales de acero pulido contra las concentraciones difusas de la luz eléctrica espaciada a lo largo de los corredores.
Conforme se avanza por los últimos pasillos, la luz se va haciendo más lúgubre pero más intensa. Cada vez más triste. Tan triste que exhala esa luz un olor antiséptico y atroz de tristeza. En el último cubículo, el más luminoso de todos, por el que el sol penetra de lleno a lo largo del pasillo hacia todo el hospital, está la figura que llaman del hombre que llora.
Mucho se ha hablado de esta misteriosa figura que conservan en el Hospital General. Mi abuela ha decidido llevarme a verla, pues es grande la fama del hombre que llora y dicen que a veces concede ciertas mercedes. Mientras vamos por los corredores del hospital las enfermeras como bultos grises y blancos cuchichean a nuestro paso.
Van a ver al hombre que llora ?dice una monja a otra.
Todo es blanco en esa habitación olorosa a formol. El anciano que yace sobre la cama es tan blanco como la manta que lo cubre hasta la barbilla.
El viejecito llora como mujer. Eso dice mi abuela.
Yo me quedo callado. Lo miro atentamente. Su boca se pliega como la de una máscara de teatro. Roja y húmeda chasquea una lengua larga y flaca como un verduguillo contra las encías desdentadas. Por sus mejillas agrietadas resbalan gruesos lagrimones desde sus ojos irritados y legañosos. Sólo su boca y sus ojos se mueven.
Dicen que es una pura cabeza y que no tiene cuerpo, pero esto yo no lo creo.