Llenaba de secretos sus enormes orejas por el puro placer de recontarlos de noche y jurarse, solemnemente, con peligro de muerte, el solo pensamiento de difundirlos.
Esta costumbre incentivaba en otros la costumbre antigua de contar secretos peligrosos que dejaban sin aliento al mismo diablo. Prometía olvidarlos, no sólo oírlos; pero no es verdad eso primero que acabó de decir. No podía olvidar, porque en el recuerdo de tenerlos para no decirlos consistía su secreto juego.
Un día de lluvia dejó de tender su cama a la mañana, para oír un misterioso asunto de unos amores a bordo de un crucero que navegaba con viento de través y sin sextante, y que acabó naufragando por ojo en la bajada del río Orinoco. Y de resultas de este acontecimiento, como vinieron unos a traspasar una herencia de cafetales y monedas de oro a manos no legalmente apropiadas.
Otro día de junio del año del Señor, teniendo ya dispuesta el agua de la tina, no llegó a bañarse, por atender el relato de una vieja leprosa y perfumada que narraba, silbando las vocales, como una delincuente de robos y muertes de arma blanca, con nombre falso, había jurado falsamente, sobre una falsa Biblia, un verdadero puesto de mando en el gobierno.
Y así fue abandonando lo que llamaba tonterías, como peinarse, sacarse el camisón, abrir los postigos, cocinarse y barrer el suelo, salir y ver el sol, por oír los secretos que tan celosamente sabía guardar, pero que no olvidaba.
Llegó a tener ochenta y nueve mil, y la mirada ciega de los santones, y de los simples, y de los guardadores de secretos.