Cortando la maleza con machetes, avanzábamos despacio hacia el interior de la isla. Por fin estábamos sobre la pista correcta. Con un último esfuerzo encontraríamos el legendario tesoro del capitán Morgan.
—Aquí —dijo Gucio, mi compañero, y clavó el machete en el suelo bajo un baobab de amplias ramas. Era el lugar que, antaño, en un mapa cifrado, había señalado con una cruz la propia mano del capitán.
Tiramos los machetes y agarramos las palas. Pronto descubrimos un esqueleto humano.
—Todo concuerda —dijo Gucio—. Bajo el esqueleto debe haber un cofre.
Allí estaba. Lo sacamos del hoyo y lo pusimos debajo del baobab. El sol llega a su cenit, los monos, excitados, saltaban de una rama a otra; el esqueleto mostraba sus dientes, sonriente. Respirando pesadamente, nos sentamos encima del cofre.
—Quince años —dijo Gucio.
Era el tiempo que había transcurrido desde que empezáramos a buscar el tesoro.
Apagamos los cigarrillos y cogimos unas barras de hierro. Los monos gritaban cada vez más, al igual que los loros. Finalmente, la tapa cedió.
En el fondo del cofre yacía una hoja de papel y en ella estaba escrito: “Bésenme el culo. Morgan”.
—El objetivo nunca es lo importante —dijo Gucio—. Lo que cuenta es el esfuerzo de perseguirlo, no el hecho de alcanzarlo.
Maté a Gucio y volví a casa. Me gustan las moralejas, pero sin pasarse.