Pedro López andaba en zumba desde hacía semanas, fuera de órbita. Para él, que carecía de padres, esposa e hijos, hermanos, porque habían muerto o no lo reconocían como pariente, la vida era un tobogán interminable por donde bajaba y bajaba, sin distinguir fechas, ni días de le semana, ni siquiera el día de la noche, sin leer diarios, sin oír noticias que propalaban las radiodifusoras, sin saber lo que ocurría en el mundo ni en su país. No sabía el nombre del general de turno que ejercía el poder ni que acababa de ocurrir un movimiento subversivo en el que habían participados estudiantes, obreros y campesinos Ignoraba que la rebelión había sido sofocada cruelmente y que el general, después de dominar la zona revuelta, había decretado el Estado de sitio en todo el país e impuesto de toque de queda desde la diez de la noche hasta las cinco de la mañana.
Para él, la vida se reducía a conseguir botellas. Al tener una en sus manos, procedía a consumirla de tres a cuatro tragos y, cuando estaba saciado, se tiraba al suelo a dormir la borrachera cara al sol o bajo la oscuridad de la noche, donde le tocara: en el engramado de los arriates, en la acera o en la mera calle, dentro de los mercados, en las gradas de las iglesias, en los espacios vacíos de los portales. Esta vez fue cerca del campo de Marte, junto a la pared de una casa abandonada que acaso había echado al suelo el recién pasado terremoto. Tenía en el cuerpo el peso de varias botellas, de todo el alcohol del día. Fondeó allí a las seis de la tarde. Ya subida la noche, dos soldados, que hacían ronda por esa zona, llegaron a la esquina de la Tercera Calle Poniente y divisaron el bulto.
-¿Qué decís vos, que está muerto?
-De todos modos, tirémosle.
-Déjamelo a mí, que yo lo vi primero y quiero probar pulso.
-No jodás; no se sabe quién lo vio primero, lo vimos al mismo tiempo. Tirémosle los dos.
A Pedro López le cayeron como cinco balazos. Entró a la muerte como entró a la zumba: sin darse cuenta de nada.