Yo creía estar en mi otoño con apenas veinticuatro. Ella me dijo que habitaba el invierno pasados los cuarenta. El primer beso nos mostró el camino. El primer polvo nos ungió de santidad. El vicio nos resucitó.
¿Por qué nos besamos? Porque estábamos desesperados y hartos. Tan hartos y desesperados que habíamos aceptado ir hasta el museo de cera. Ella con su marido impoluto, yo con un ligue de entretiempo.
Mi ligue y su marido fueron al servicio. La casualidad hace milagros. En la espera nuestras miradas se cruzaron. La mía como si necesitara la extremaunción, la suya como si me rogase el pecado original. Fuimos la bendita manzana prohibida.
Antes de que saliera su marido del baño, ella se retocó el carmín, antes de que saliera mi ligue, yo me había ido. Nos saltamos toda ética, fuimos incapaces de pensar más allá del deseo. Hicimos todo mal… salvo intercambiar los teléfonos.
La primavera duró cinco meses. Lo hicimos en tantos lugares como nos fue posible. La humedad se instaló en nosotros. En su rostro habitaban todas las flores. En mi éxtasis ella se deleitaba. La vida derrochaba sentido ¿Qué más podía pedir? Que hubiera durado toda nuestra vida.
Sin embargo, como vino se fue. El deseo es un altar extraño. Ella prefirió la seguridad de su marido, el bienestar de sus hijos. Yo no tuve nada que reprochar. Hicimos el amor por última vez en un rincón del museo. De alguna manera nos querremos siempre.