—¿Té o café?—preguntó la anfitriona.
Me gustan ambas cosas y aquí me obligaban a elegir. Eso quería decir que pretendían escatimar el café o el té.
Soy bien educado, de modo que no di muestras de cómo me asqueaba semejante tacañería. Justamente estaba ocupado conversando con el profesor, mi vecino de mesa, a quien estaba convenciendo de la superioridad del idealismo sobre el materialismo, y fingí no haber oído la pregunta.
—Té—contestó el profesor sin vacilar. Naturalmente, ese animal era un materialista e iba directo a atracarse.
—¿Y usted?—se dirigió a mí.
—Disculpe, tengo que salir.
Dejé la servilleta y fui al servicio. No tenía ninguna necesidad de hacerlo, pero quería reflexionar y ganar tiempo.
Si me decido por el café, perderé el té, y viceversa.
Si los hombres nacen libres e iguales, pues el café y el té también. Si escojo el té, el café se sentirá menospreciado, y viceversa. Semejante violación del Derecho Natural del café o del té es contraria a mi sentido de la justicia como Categoría Superior.
Pero no podía quedarme en el servicio eternamente, aunque sólo fuera porque no era la Idea Pura del Servicio, sino un servicio concreto, es decir, un servicio normal y corriente con azulejos. Cuando volví al comedor, todo el mundo estaba ya bebiendo el té o el café. Era evidente que se habían olvidado de mí.
Aquello me tocó en lo más vivo. Ninguna atención, ningún miramiento para con el individuo. No hay nada que deteste más que una sociedad desalmada, así que fui corriendo a la cocina a reivindicar los Derechos Humanos. Al ver encima de la mesa un samovar con té y una cafetera, me acordé de que aún no había resuelto mi dilema inicial: té o café, o bien café o té. Por supuesto, era preciso exigir las dos cosas en lugar de aceptar la necesidad de una elección. Sin embargo, no sólo soy bien educado sino también delicado por naturaleza. De modo que dije con amabilidad a la anfitriona, que trajinaba en la cocina:
—Mitad y mitad, por favor.
Luego grité:
—¡Y una cerveza!