Mis amigos, quizá hartos de los lamentos por mi más reciente despecho, me regalan una muñeca inflable. Me la encuentro al regreso del trabajo, desnudísima, acostada sobre mi cama, con una flor plástica en la boca y una nota sobre el pecho: “Me llamo Juliana, de ahora en adelante seré tu nuevo amor”.
Me produce una extraña combinación de risa, ternura y desagrado. Pero la tomo con cariño y la coloco sentadita en una silla del cuarto.
Recibo una llamada telefónica. Mi ex, que me quiere ver, tomar algo, charlar un rato. Me visto y salgo, dejando a Juliana con la puerta cerrada bajo llave.
Regreso tarde en la madrugada a casa. Juliana me espera en la sala fumando un cigarrillo, nostálgica, mirando por la ventana.
—¿Estabas con la otra, verdad?—me dice sin dignarse a voltear. Y adivino una lágrima sintética que se le escurre mejilla abajo.
Yo, más que asustado, me quedo francamente preocupado. Porque a esta también, a pesar del plástico, tendré que inventarle excusas verosímiles.
José Urriola