Las últimas mil trescientas siete cenas que habían compartido juntos, siempre, habían seguido el mismo guión: Marta en la cocina, Pedro poniendo la mesa. La televisión encendida como música de fondo. No recordaba ni una noche sin aquel sonido.
De hecho, casi ni recordaba cómo era la voz de su marido, siempre tan callado. Nada hacía presagiar que aquello cambiaría. No tuvieron hijos que los sacaran de la rutina. No hubo madres ni padres mayores que atender, ambos llegaron al matrimonio huérfanos. Nunca, tampoco, habían cenado fuera de casa, si acaso salían a comer o, si era cumpleaños de alguno, iban al merendero, pero a las nueve -como muy tarde- volvían a casa, puntuales a ver el Parte.
Los sábados eran la excepción: al irse a la cama, se daban tres besos.
Así pues, aquella noche de martes era como otra cualquiera.
Pedro se sentó a esperar su plato, mirando fijamente las imágenes del más reciente desastre en el mundo. Se sobresaltó al ver a Marta delante de él, sin las viandas en la mano, vestida tan sólo con un alegre picardía rojo.
Con el pelo suelto y una mirada de leona, cegó al miope de su marido. Dirigió la punta de su pequeño pie hasta tocar la entrepierna de Pedro, quien, sorprendido, no acertaba ni a hablar, ni a moverse, ni a respirar. Marta se contoneaba, moviendo las caderas y rozando, con su boca, la boca de él. Le cogió la mano y le chupó, pausadamente, cada uno de los dedos, sensual y lasciva.
Los ojos de Pedro se abrieron enormes, y ella aprovechó que también abrió la boca para meter uno de sus pechos en espera de su lengua. Pedro se estremeció. Entonces, con decisión, fue a bajar la cremallera: su marido tenía listo lo que ella tanto necesitaba. Se montó en él. Cabalgó hasta el éxtasis. Él, inmóvil, la dejó hacer.
Una vez terminada la faena, Marta, desconcertada por la placidez de su marido, se despegó de él.
Se fue a la habitación, se puso el vestido que tenía preparado para el domingo. Apagó la luz de la cocina. Apagó el televisor. Cerró la cremallera de su marido. Cerró los ojos de Pedro y llamó a Urgencias.
Marta se sentó a esperar, mientras se juró a sí misma que nunca más cenaría con la televisión encendida.
Alejandra Díaz-Ortiz
Querido Carlos, es un honor estar en tu blog.
Me resulta curioso el cuento que has escogido. Digo esto porque, cuando la gente me hace comentarios sobre el libro, casi siempre se refieren al cuento que «hacen suyo». Este, que particularmente me gusta, es la primera vez que me lo mencionan. Me hace mucha ilusión.
Mil gracias.
Bsos
(Sin tu permiso, hago link a tu página…)