Al principio, miel sobre hojuelas: toda la familia pendiente de mí. Me escuchaban con fascinación; les encantaban mis historias. Sólo don Manuel, en ejercicio de su función de esposo y padre, creía obligatorio rezongar un poco. Celos, me dije, ya se le pasarán. Pero al contrario, crecieron. Me acuerdo del coscorrón que recibió el hijo menor porque, por escucharme, no se iba a la cama. Ahora fue peor: me expulsó violentamente de la sala. Era lo único que podía hacer, claro. Pero no hay nada más triste que un televisor silenciado.
David Lagmanovich