Conozco a un editorialista que nos explica el mundo cada día desde las páginas de su periódico, pero que no es capaz de comprender lo que le pasa a su mujer.
-Hace cosas rarísimas -me cuenta-. El otro día se le cayó al suelo una taza de café y se echó a llorar como si hubiera sucedido un drama.
-¿Estaba llena o vacía? -pregunté para ganar tiempo.
-No sé, creo que tenía agua.
Le sugerí que quizá no fuera agua, sino ginebra. Muchas mujeres beben detrás de las puertas y sienten por ello una culpa insoportable. Mi amigo reconoció que había descubierto varias botellas vacías bajo el fregadero, aunque negó la posibilidad de que su mujer fuera una alcohólica clandestina. Fíjense: un hombre al que le parece verosímil que Clinton bombardee Afganistán para desviar la atención del caso Lewinsky, no era capaz de entender que su mujer bebiera a escondidas.
Comimos juntos y me hizo un análisis minucioso del panorama nacional e internacional. Me costó mucho entender la devaluación del rublo y la caída de las bolsas asiáticas. No me excité con los arrebatos pasionales de Pujol por Duran, ni de Marqués por Cascos, o viceversa, pero asentí a todo para que dejara de analizar, pues se trata de un analítico compulsivo y despieza la realidad con la misma crueldad que un niño un juguete.
-Lo que no entiendo -dijo al fin- es que mi mujer se haya dado a la bebida. Si tiene todo lo que quiere.
-Clinton también, y se ha entregado a los bombardeos porque las felaciones no le llenan. La gente es muy rara.
-No compares a mi mujer con Clinton -respondió-. Ella no mataría ni una mosca para ocultar un adulterio.
Sin embargo, pensé yo, lo mismo se mete dos botellas de ginebra al día para soportar los razonamientos de su marido. Unos atacan hacia fuera y otros hacia dentro. Le sugerí que escribiera un editorial intentando explicar lo que le pasaba a su mujer, a ver si eso le ayudaba a comprenderlo. Pero no me ha vuelto a llamar.