Enamorado de ella hasta los hígados, Apolo le prometió acceder a todo lo que le pidiese.
-¿De veras? -palmoteó Deófilis, una joven bellísima recién admitida de la mano (es un decir, de la mano) del dios en la ciencia amatoria-. Entonces te pido que jamás se apague en mis venas el fuego que tú encendiste.
-Está bien. Concedido.
-¿Puedo pedirte una cosa más?
-¿Qué cosa?
-Vivir tantos años como granos de arena caben en mi puño.
-De acuerdo. Pero no te hagas ilusiones conmigo: pasado un tiempo, tendrás que buscar otros amantes.
-Comprendo. Por suerte, no faltan hombres. Y ahora, un último favor.
Apolo se encolerizó:
-Todas las mujeres son iguales. Cuanto más generoso se es con ellas, más pedigüeñas se ponen. Basta, se acabó. Adiós.
Y se fue volando por los aires.
Se presume que la tercera gracia que Deófilis quería pedirle era la de mantenerse siempre joven. Setecientos años después Eneas se topó con esta vieja inmunda, que vagaba por los caminos de Italia mendigando el amor de los hombres. Como todos la rechazaban, asqueados, el horrible esqueleto vomitaba injurias atroces, y enseguida vertía lágrimas de un fuego inextinguible.
Varias veces se intentó matarla. Pero aquel espantajo sobrevivía a las lapidaciones, a las horcas, a las hogueras, a los puñales, a los venenos, a la crucifixión, a las dentelladas de los lobos, a las temperaturas hiperbóreas, sobrevivió a un ahogo de tres días bajo el mar.
Como se ignora cuántos granos de arena caben en el puño de una muchacha, tampoco se sabe cuántos años vivió Deófilis.
Un rumor que corría por las tabernas y por los lupanares de Roma sostiene que Eneas, el más misericordioso de los héroes troyanos, se compadeció de ella y satisfizo, por una sola vez, sus apetitos.
De esa unión habrían nacido las moscas.