Nos han robado los colores, dijo asomado a la ventana. Fue cuando los demás caímos en la cuenta. Había desaparecido el verde de las ranas, el amarillo del cereal, la plata de los olmos en otoño y el dorado del roble. Hasta el horizonte perdió su color. Nubes cerradas, portadoras de una lluvia constante, asemejaron el día y la noche. Vino un apagón que dejó todo a oscuras. Negros se veían los charcos, el lodo, las aceras embarradas. Negras las esquinas, las puertas de las casas. El pan, el vino de los odres, la carne podrida en las cámaras frigoríficas. Hombres de negras botas con almas sucias los habían robado, escondiéndolos en las cuevas de la sierra, antes de que aquel lugar fuera marcado por un ferrocarril con vías muertas que se movían a base de palancas. El tren atravesaba un túnel y azabache era el humo que salía por la chimenea de la fábrica. Y los aviones escupían. Tiempo de funerarias, cocheros de levita, corceles de carbón. Ningún nacimiento.
Atrancó la puerta de casa para que el luto no entrara, pintó la mesa con el color del ciruelo, las paredes de azul, sillas como amapolas y camas con campos de girasoles. Resistir hasta el final.
Carmen Peire
Horizonte de sucesos. Ed. Cuadernos del vigía, 2011