«Además, me voy a chivar a mis padres» era una frase que no podría repetir nunca más, estaba desolado. Cuando acudía a visitarles invariablemente rompía a llorar: sus hijos no le hablaban, hacía dos años que estaba en el paro, uno que su mujer le había dejado. Su infortunio era la comidilla de sus vecinos, que cuchicheaban a sus espaldas. Hasta el perro le miraba con desprecio. Sus padres eran los únicos que escuchaban sus cuitas y compartían su dolor.
Aquella tarde encontró una nota escueta sobre sus tumbas abiertas y vacías: «Hijo, siempre fuiste un llorón. No te lo tomes a mal, pero aquí vinimos a descansar».