Hay que volver a recordar (constantemente) a los espíritus vulgares que los castigos del infierno, aunque administrados por el demonio, son impuestos, en realidad, por su Eterno Enemigo. El diablo es un comerciante honesto y, aunque menos poderoso, ha logrado reservar algunos premios para aquellos que sean en vida sus fieles seguidores. Premios que podrían resultar horrendos para las almas débiles que se balancean al azar en la música insulsa de Allá Arriba (pura armonía, nada de ritmo), pero que para nosotros son auténticos placeres. No arrepentirse, por ejemplo. Aun en el peor de los tormentos y por toda la eternidad no arrepentirse: ¿es imaginable, desde la vanidad, un goce más excelso?