No quisieron creérselo cuando el oculista, con el tono de voz apropiado para estos casos, les comunicó que la Ciencia se veía impotente para impedir su ceguera total en fecha no muy lejana… Pero era verdad, una tremenda verdad, a la que tendrían que amoldarse ella, el marido y los hijos, todavía pequeños. La mujer lloró desconsoladamente, pero pasados unos días, más serena, aceptó el amable ofrecimiento de su marido de llevarla a cualquier lugar del mundo, antes de… Ella eligió Río de Janeiro (quizá por culpa de alguna película…). Debido a su modesta posición, adquirieron los pasajes de avión en módicos y cómodos plazos, de tal manera que al perder la mujer la visión totalmente, todavía quedaron pendientes tres letras de cambio de cuatrocientas treinta pesetas cada una. El marido las pagaba de mala gana y maldecía aquel tonto capricho:
«Por lo menos si hubiésemos ido a Lourdes, habría salido más barato y quién sabe…», pero nunca terminaba la frase.