El teléfono sonó: corté enseguida. Como pude, me arrastré hasta el sótano. Sentado como un feto, me acalambré durante horas. Primero fue el silencio de tierra, raíces y gusanos. Después, lejanos, la frenada, los portazos, los gritos, los vidrios rotos. Y una ráfaga de tiros. Y nada más.
Cuando levanté la tapa de madera, no supe a quién agradecer el seguir vivo: por esos tiempos, por estos lados, Dios no existía.