Nunca había ido a la escuela y, ahora, a sus cincuenta y nueve años, estaba comenzando a aprender a leer y escribir en las clases nocturnas para analfabetos. Y estaba fascinada.
Escribía muy despacio, pasándose la lengua por los labios mientras trazaba los palotes de las mayúsculas de su nombre: MARÍA; lo leía luego, y decía:
—¡Esta soy yo!
Y se ponía muy contenta, lo mismo que cuando escribía las palabras de las cosas que tenía a su alrededor: MESA, GATO, VASO, AGUA. Y ya no sabía qué otra palabra escribir, pero de repente se le ocurrió poner: ESPEJO. Leía la palabra una y otra vez, se la quedaba mirando y mirando, pero con un gesto de extrañeza porque no se veía ella en aquel espejo. ¿Y por qué no se veía ella en aquel espejo escrito, si se veía bien claramente, cuando estaba escribiendo? Y se contestaba a sí misma, diciendo que eso sería porque todavía no sabía escribir bien, porque, en cuanto supiera hacerlo, tendría todo lo que quisiera con sólo escribírselo. Porque si no, ¿para qué valdría leer y escribir?, preguntó.
Pero allí todos callaron en la clase, y nadie le contestó. Como si hubiese dicho o hecho algo raro, o qué se yo, con un espejo.