Era rabiosamente feliz, inmensamente feliz. Reía como un idiota, solo, en medio de la calle, camino de la casa de sus padres. Arrastraba su medio cuerpo, emplazado en un carrito con ruedas, con sus manos, protegidas con guanteras de cuero. Al volver del frente temió que su novia, viéndole reducido a aquel estado, le abandonara. Pero no fue así. Solícita, arrodillándose, colocó un beso en su frente. Por eso caminaba, perdón se deslizaba, ahora tan feliz. Le importaba un bledo que Japón ganara o perdiera la guerra. El sufrimiento le había hecho egoísta. Era el hombre más feliz de todo Hiroshima. Y cuando oyó muy lejano el zumbido de un avión pensó que no había bombas en el mundo suficientes que pudieran empañar su felicidad. El desconocimiento de los avances técnicos norteamericanos en materia nuclear le hacía asumir las consabidas y tontas actitudes del enamorado.