El castillo iba a ser desmontado, piedra por piedra, y trasladado a un país remoto para ser reconstruido y servir a su nuevo dueño como refugio de fin de semana. Al saberlo, quise quedarme para siempre en el lugar de mis antepasados, pero cambié de opinión cuando oí decir que los terrenos serían recalificados para albergar un gran centro de ocio, provisto de salas multicine, aparcamiento subterráneo y galerías comerciales. Entonces decidí acomodarme entre los rancios muros embalados en enormes contenedores, con la intención de despertar al cabo de unos meses en mi nuevo y redecorado hogar. Sin embargo, fue en la aduana del país de destino donde desperté a los pocos días, porque las severas leyes locales de control de la inmigración y prevención del terrorismo me exigían una serie de documentos e informes que, en mi condición de ectoplasma, no podía aportar aunque quisiera. Tampoco ayudó mucho que dijera que mi trabajo consistía justamente en asustar a los incautos que visitaban mis dominios. Así que me metieron en la cárcel. Y ya ven lo que son las cosas: aquí les hace gracia que alguien como yo no dé miedo a nadie. Y a mí me da miedo solo de pensar que ellos no me hacen ninguna gracia.