Su madre había sido una cebra, y él hacía todo lo posible por disimularlo. Generalmente se colocaba allí donde la luz juega a hacer paralelas con las sombras. También, como conviene a los híbridos de cebra y hombre, sus trajes eran rayados, y sus palabras. A veces, si nadie lo veía, retozaba en el parque. Le gustaba sentir la proximidad de la yerba, la humedad siempre amanecida de los pastos. Y cuando llegaban las amables muchachas que suelen traer los días felices, también él las miraba con codicia. Alguna vez -decía- tendré una muchacha para mí solo. Pero al decirlo, pensaba en la grácil armonía de las cebras y, aun confuso, se sentía feliz.
Un comentario en «1.512 – La pasión del híbrido»
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Muy original y precioso.