Se despertó y aseguró que ya no era un hombre, sino una nevera.
No es fácil, no, de un día para otro, y para unos padres de mediana edad y talento, hacerse a la idea, advertir, que un hijo, su hijo, por muy feo que sea, ya no es un hijo, su hijo, sino que es, en su fábula, un electrodoméstico de cocina.
No es fácil, no.
A pesar de que éste se despierte y lo diga así, de seguido.
Todavía feo, sí, pero con tal convencimiento y afán que nadie en la casa osa llevarle la contraria.
En la casa y alrededores.
Nadie.
Y eso a pesar de la falta más que evidente de display: accesorio propio, indiscutible, en la fisonomía de cualquier nevera moderna, más allá de gamas y modelos. Y más allá, también, de la supuesta existencia o no -aunque esto ya serían conjeturas a falta de lo que dictaminase la autopsia- de compartimentos interiores, cajón de zona cero o huevera para los huevos.
Pero tal era la certeza del feo, su persistencia.
Incluso, por un instante, se escucha el ruido del compresor.
Prrp, prrp, prrp.
O algo así.
Serían sus tripas, ¿no?
Puta fábula.
Que en fin, que qué se le va a hacer.
Pues nada, seguir.
¿Y luego?
Tirar la vieja, enchufar al feo a la corriente, pegarle un imán, dos.